Falangistas y Franquismo, en diez asaltos. Miguel Argaya Roca.
"·LOS FALANGISTAS Y EL FRANQUISMO EN DIEZ ASALTOS. ESTRATEGIAS, FRACASOS Y DESENCUENTROS" es el título de un trabajo de Miguel Argaya Roca que, con discrepancia, si se quiere, cumple leer. Nos lo parece.
Viene de http://francorevisionextremadura.blogspot.com/2009/04/mesa-redonda-los-falangistas-y-el.html
Objetivo y tesis de este trabajo
Del mismo modo que no podemos decir que hay un único franquismo, porque el dictador supo modificar el régimen al solplo de los vientos de la Historia, así tampoco podemos decir que hay un solo modo en que los falangistas se relacionan con Franco y con su régimen. Ni siquiera es posible afirmar que existiera una sola estrategia falangista en todo ese proceso, dada la enorme cantidad de interferencias ideológicas y políticas que el movimiento fundado por José Antonio Primo de Rivera sufrió en las décadas del franquismo.
El objetivo de este trabajo es precisamente ése: delimitar las estrategias y las distintas vertientes de acción que las circunstancias imponen a los falangistas entre 1936 y 1975. Se verá que en ningún momento abandonan éstos la posibilidad de ocupar el poder, pero también que en ningún momento consiguen ni siquiera hilvanar las bases de un verdadero régimen nacionalsindicalista, sea por interferencias espurias o por su propia ineptitud. Y en este sentido parece exigible saber qué queremos decir con la expresión “verdadero régimen nacionalsindicalista”, pues no parece serio analizar la estrategia revolucionaria de los falangistas en el régimen de Franco sin tener antes claro qué tipo de estructura política y económica tenían esos mismos falangistas en la cabeza. Vaya por delante que la corta vida política de José Antonio Primo de Rivera había dejado muchas cosas sin hilvanar. Lo que no puede decirse es que éste no hubiera dado pespuntes suficientemente claros. Pues bien: atendiendo a lo que nos dejó escrito, y dejando aparte los conocidos conceptos del hombre como “ser portador de valores eternos” y de la Patria como “unidad de destino en lo universal”, tantas veces malusados y malentendidos, podemos llamar “régimen nacionalsindicalista” o “Régimen Nacional de Sindicatos” (que es el nombre que usa el propio fundador falangista) a un orden económico distinto del capitalista y caracterizado por:
- disponer la propiedad de los medios de producción en función de la aportación de trabajo, y no de la aportación de capital.
- sustituir la propiedad capitalista por otros tipos de propiedad (individual, familiar, cooperativa y sindical) mediante la abolición del salario y del régimen laboral contractual.
-entregar las plusvalías de la producción a los propios productores encuadrados en sus sindicatos.
- socializar el crédito a través de una Banca Nacional y de las bancas corporativas (municipales o sindicales).
- plantear la forma republicana del Estado.
- encauzar la participación del pueblo en la “cosa pública” de forma democrática, pero no a través de partidos políticos, sino mediante corporaciones que representen políticamente las unidades naturales de convivencia: la familia, el vecindario y la empresa.
Pues bien: ni una sola de estas seis características llegaría a convertirse en ley en las casi cuatro décadas de franquismo. Ni siquiera la última, pues las Cortes franquistas no son más que un remedo insustancial. Y no porque no se intente. Pero falta en los falangistas sobre todo unidad de criterio. Falta, de hecho, una personalidad unificadora. No olvidemos que lo más valioso de de la antigua Junta Política de la Falange de preguerra se encuentra desaparecida: Onésimo Redondo ha muerto en una emboscada en Labajos, Aizpurúa asesinado en San Sebastián, y Primo de Rivera, Ruiz de Alda, Salazar, Mateo, Barrado, Valdés y Fernández Cuesta permanecen en prisión en la zona frentepopulista. Al terminar el año 1936, sólo los dos últimos permanecerán con vida. En zona rebelde, entretanto, sólo quedan Sancho Dávila, José Sáinz, Sánchez Mazas y Alfaro. No son precisamente los jerarcas más capacitados. Los dos primeros, son meros jefes territoriales, y los dos últimos simples poetas amigos personales de José Antonio y poco capacitados para el mando político. De ahí que, en medio del vacío de autoridad, aparezcan con fuerza otras figuras secundarias, como Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador, y Manuel Hedilla. Éste, por ejemplo, logra en breve plazo ser nombrado jefe de la llamada “Junta de mando provisional”. Carece, sin embargo, del necesario carisma entre sus camaradas, lo que provoca no pocos conflictos. Es la falta de Jefatura, en suma, lo que se contempla, y Franco no tarda en darse cuenta. A partir de ese momento, y al menos hasta 1956, el forcejeo entre los falangistas y el dueño del nuevo régimen será constante. En las páginas que siguen ese forcejeo viene representado analógicamente como un combate en diez asaltos. Veámoslo.
Primer asalto, julio de 1936-abril de 1937: La falta de unidad de acción
En octubre de 1936, tres meses después de iniciada la guerra civil, Franco es designado por sus compañeros de armas “generalísimo de los ejércitos y jefe del gobierno de Estado”. Es un momento clave para los falangistas, que ven cómo quiere empezar a constituirse un orden político en el bando sublevado, pero no se ponen de acuerdo respecto de cuál ha de ser su postura frente al poder creciente de Franco. Hasta entonces, la actividad de los falangistas ha sido prácticamente autónoma; caótica, sí, pero autónoma. Ahora, en cambio, deben rendir cuentas a una autoridad política de mayor nivel que su propia Junta de Mando. Y la situación se agrava desde febrero de 1937, con la llegada a zona nacional de Serrano Suñer, cuñado de Franco y diputado por la CEDA en las elecciones de un año antes. Es en esa tesitura cuando surgen entre las jerarquías de la Falange dos posturas enfrentadas, la de Hedilla y la “legitimista” de Pilar Primo de Rivera:
· La postura de Hedilla se nos aparece confusa incluso en la propia autobiografía que le transcribe su biógrafo García Venero, pero podemos completarla dentro de la lógica de los acontecimientos y definirla con cierta precisión. Sobre esas bases, yo me atrevo a calificarla como “posibilista”, partidaria de un modelo político parecido al de Mussolini y el rey Víctor Manuel en Italia, sólo que aquí dejando a Franco como jefe del Estado y al propio Hedilla como jefe del Gobierno y del Partido.
· La “legitimista” de Pilar Primo de Rivera (hermana del fundador de Falange) aparece en las crónicas clara y explícita, partidaria de forzar la situación y conquistar el Estado con o sin Franco, utilizando como arma política la fuerza moral que les proporcionan en ese momento las milicias falangistas combatientes.
Hago notar que no se trata en puridad de posiciones ideológicas, sino meramente estratégicas acerca de cómo habría de llevarse a cabo la conquista del Estado. Hedilla se rodea en esos momentos de una camarilla que en gran parte proviene de posiciones ajenas a la Falange, como Víctor de la Serna, Serrallach y Martín Almagro, aunque cuenta con el respaldo de algunos veteranos falangistas (José Sáinz y los hermanos Fernando y Roberto Reyes, por ejemplo). A Pilar Primo de Rivera, por su parte, la respalda un equipo casi exclusivamente formado por falangistas de preguerra, encabezado por Sancho Dávila y en el que se integran algunos jerarcas de la Primera Línea de preguerra, como Agustín Aznar, Girón y González Vicén.
Vale la pena destacar que, en estos momentos, la postura más “franquista” es precisamente la de Hedilla. Lo demuestra el hecho de que, llegado el momento de la confrontación directa, éste acuda a pedir ayuda al Cuartel General de Franco, quien por cierto se la niega. Lo que a Franco le interesa, obviamente, es una Falange desangrada en luchas intestinas. Por eso deja hacer.
Y sucede entonces el drama previsible. A mediados de abril de 1937 tiene lugar un breve pero dramático tiroteo entre ambas facciones que termina con la muerte del hedillista Alonso Goya. Es, seguramente, lo que esperaba Franco. Por eso, las horas que siguen a los hechos son una verdadera carrera a contrarreloj. El general termina de redactar su decreto de Unificación política, que le acabará dando el mando supremo y único de la Falange, aunque esto Hedilla aún no lo sabe; todavía cree posible el pacto “a la mussoliniana”. Consciente de lo inmediato del proyecto de Unificación, el falangista logra ser elegido jefe nacional por los suyos y nombra una Junta Política que ofrecer a Franco como estructura básica del nuevo partido único. Todo se hace deprisa, pero se hace, y ese mismo día 18 de abril Hedilla y su flamante Junta visitan al general. El propio Hedilla acompaña complaciente a éste en el balcón desde el que saludan a la multitud en el momento de proclamarse la nueva “Falange Española Tradicionalista”. Está tranquilo porque cree en la buena voluntad de Franco.
Pero no es así; Franco tiene planes propios. Al día siguiente, el 19 de abril, aparece publicado el Decreto de Unificación, en el que nada es como Hedilla había esperado. De entrada, Franco se autoproclama jefe nacional del Partido. El propio Hedilla no figura siquiera como presidente de la Junta Política de la nueva organización; sólo como mero componente. Más aún: no le acompaña en ella ninguno de los miembros de la última Junta de la desaparecida FE de las JONS. Lo que abunda, en cambio, son reaccionarios de todo cuño y pelaje. Franco, evidentemente, se ha burlado de él. Es ahora cuando empieza el hedillismo antifranquista, no antes, y es ahora también cuando el jefe falangista labra su desgracia.
Como es lógico, se suceden en ese día 19 y los siguientes las presiones de la facción legitimista para que Hedilla no acepte el puesto que Franco le ofrece. Animado por esas presiones, Hedilla hace distribuir algunos telegramas en que pide a las Jefaturas Provinciales de la fenecida FE de las JONS que no obedezcan a nadie más que a él. Se realizan también movimientos bancarios para reservar los fondos de la vieja Falange. Se promueve además una manifestación de falangistas en San Sebastián contra el decreto de Unificación. El propio Hedilla se niega, en fin, a aceptar el cargo que Franco le ofrece. Y se produce la represalia, que es objetivamente demasiado dura para tan poca pólvora: cinco penas de muerte -dos de ellas a Hedilla-, dos de cadena perpetua, una de veinte años de cárcel, dos de diez y una de dos. Se diría que Franco quiere dejar claro que no está dispuesto a admitir contestación alguna a su poder por parte del sector “azul”. El que las penas citadas sean revisadas posteriormente no reduce ni un punto su desproporción, ni tampoco sus consecuencias. De hecho, obligan a Pilar Primo de Rivera y a su facción a revisar la estrategia empleada hasta entonces y pasar desde el maximalismo inicial al posibilismo que tanto habían criticado en Hedilla. Y no son muchas las voces en contrario. Si acaso la de Vicente Cadenas, uno de los hombres de confianza de Hedilla, que opta en esos momentos por el exilio y huye al extranjero, para no regresar a España hasta 1945. Es la consecuencia de la primera ruptura, del primer desencuentro entre los falangistas.
Segundo asalto, abril de 1937-febrero de 1938: El señuelo de Serrano
Desde abril de 1937, se aprecia entre los falangistas -entre los mismos incluso que habían animado a Hedilla a la rebelión- un cierto aire de resignación. Para muchos, Serrano Suñer se empieza a aparecer por entonces como contrafigura de Franco: un caballero aparentemente filofalangista de importante formación intelectual con el que se hace mucho más fácil el encuentro ideológico. Serrano, por su parte, se deja querer, sin que esté muy claro si lo hace o no con la aquiescencia del generalísimo. Lo cierto es que mueve sus fichas con maquiavelismo endiablado, halagando aquí, creando disensiones allá y aunando voluntades en todo caso y lugar.
Como parte de ese maquiavelismo, menudean las concesiones a la facción legitimista. Por mediación suya, González Vélez, un histórico de ese sector, ocupa la vacante dejada por Hedilla en la Junta de FET. Además, en el verano de 1937 Serrano pacta con Pilar Primo de Rivera el canje de Raimundo Fernández Cuesta -antiguo secretario general de la Falange de José Antonio, que permanecía preso en la zona frentepopulista- y su nombramiento como secretario general de la nueva FET. Se constituyen por otra parte en el seno del partido doce servicios, que aparentan ser doce carteras ministeriales ante la ausencia de un gobierno constituido, lo que permite a los legitimistas de Pilar Primo de Rivera imaginar que cuentan con el control político del régimen.
Lo que ocurre es que cada una de estas concesiones acarrea una contraprestación. La primera, la obligación de la Falange de acatar la Jefatura suprema de Franco. La segunda, la posposición del programa social de la Falange hasta el final de la contienda. Pero donde las verdaderas intenciones de Serrano quedan al descubierto es en el caso de Mercedes Sanz-Bachiller, la viuda del fundador falangista Onésimo Redondo. Desde los primeros momentos de la guerra hasta mayo de 1937, Mercedes Sanz-Bachiller había organizado y dirigido el Auxilio de Invierno, una organización paraestatal de carácter benéfico distinguida por la atención a huérfanos, viudas y desasistidos de todo género y condición. En esa labor había chocado repetidas veces con la autoridad jerárquica de Pilar Primo de Rivera, de quien había dependido la Sección Femenina en la etapa fundacional. Un choque agravado además por el hecho de ser una y otra, respectivamente, viuda y hermana de los dos fundadores más señalados. Sanz-Bachiller arrastra, por otro lado, un problema añadido: su colaboración política con Martínez de Bedoya, un antiguo falangista que había desertado de la organización a comienzos de 1935 siguiendo la estela de Ramiro Ledesma, y con quien Sanz-Bachiller acabará casándose tres años después, en noviembre de 1939. Para Pilar Primo de Rivera, esa actitud de su rival es inexcusable. Se trata, como vemos, de un problema puramente personal, y así se mantiene -como problema personal- hasta abril de 1937, momento en que pasa a ser político por la constitución de la nueva FET. No olvidemos que el Decreto de Unificación exige integrar en el partido único de Franco a todos los organismos ideológicos del Estado o de los alrededores del Estado, y en esa nómina se encuentra, desde luego, el Auxilio de Invierno, que por su naturaleza ha de caer además en manos de la Sección Femenina. Y no olvidemos tampoco que dicha Sección Femenina le ha sido encargada precisamente a la hermana de José Antonio Primo de Rivera. De ahí que en mayo de 1937 Mercedes Sanz-Bachiller y Martínez de Bedoya se dirijan a Serrano y le pidan que no permita dicha absorción. Y éste, que tiene poco de lerdo, aprovecha la disensión para arrebatar a Pilar Primo el Auxilio Social y privarle de una baza política importante: cambia de nombre a la institución benéfica (que pasa a llamarse Auxilio Social), y la hace depender directamente de la Jefatura Nacional de FET, o sea, de Franco.
No son estas, sin embargo, las únicas maniobras de Serrano. Digamos por ejemplo que aunque la llegada de Fernández Cuesta a zona sublevada tiene lugar en octubre de 1937, su toma de posesión como secretario general de la FET no se produce hasta el 2 de diciembre. Un ínterin largo y decisivo, en el que Franco completa la nómina del Consejo Nacional, convenientemente trufada de reaccionarios. Para cuando los falangistas legitimistas quieren darse cuenta del engaño, la ficción de una Falange franquista ya se ha consolidado en el imaginario popular del bando sublevado. Y no hay marcha atrás: para los menos informados, que son la mayoría de los españoles de una y otra zona en la guerra, la FET es la Falange.
Pero el golpe definitivo se produce el 30 de enero de 1938. En esa fecha, Franco hace pública la composición de su primer gobierno, lo que de hecho desvirtúa la pretensión falangista de consolidar los doce servicios de la FET como doce ministerios. Se trata, además, de un gobierno que se aparta claramente de toda obediencia falangista. De esa filiación, sólo aparece un nombre, el de Fernández Cuesta, que simultanea la secretaría general de FET con la cartera de Agricultura. Más aún: Serrano Suñer, que se reserva la cartera de Gobernación, arranca la Delegación de Prensa y Propaganda del seno del partido y la incorpora a su gabinete. Allí constituye precisamente lo que luego será el grupo de intelectuales serranistas: Laín Entralgo, Tovar, Torrente Ballester, Giménez Arnau (todos ellos neofalangistas), a los que se suma Ridruejo, el único veterofalangista importante del grupo y el que le da la pátina de credibilidad nacionalsindicalista.
Empieza a materializarse en Pilar Primo de Rivera y su grupo la impresión de que Serrano no es el salvavidas que la Falange necesita. Lo que Serrano quiere es un fascismo español, pero sin contar con la Falange histórica, o contando con ella lo mínimo posible. Por eso, para tapar rumores y conciencias, el cuñado de Franco permite la entrada en la Junta Política de la FET de dos falangistas históricos, uno del grupo legitimista -Agustín Aznar- y otro de su propio círculo -Dionisio Ridruejo-, que se suman al ya citado González Vélez. Se trata de una jugada maestra que a él le sirve para restaurar las deterioradas relaciones con Pilar Primo de Rivera y Fernández Cuesta, pero que a éstos y a su grupo los sitúa en el disparadero de la sospecha. No son ya pocas las voces de falangistas que avisan de la deriva reaccionaria del régimen. Un ejemplo es Patricio González de Canales. Éste, desilusionado con la escasa combatividad de sus camaradas, en vez de apuntar sus armas contra Franco o contra el mismo Serrano, comienza una campaña de acoso y derribo del Secretario General de FET en la seguridad de que cualquier cambio ha de resultar provechoso a los intereses del nacionalsindicalismo, tanto si se logra que acceda a dicho cargo un falangista más competente que Fernández Cuesta como si lo ocupa finalmente un elemento fehacientemente reaccionario, en cuyo caso habría de ser posible al menos desenmascarar el fraude pergeñado por Franco y su cuñado. A González de Canales, particularmente, la campaña le costará la cárcel. Una víctima más (Alonso Goya, Hedilla, Ruiz Castillejo, Lamberto de los Santos, José Chamorro, Félix López, Ángel Alcázar de Velasco, Ricardo Nieto, Ángel Inaraja, José Rodiles, José Luis Arrese, Vicente Cadenas…) que la bienintencionada pero torpe estrategia de los legitimistas va dejando por el camino.
Tercer asalto, febrero de 1938-julio de 1938: La primera batalla contra Serrano
Probablemente los meses que separan febrero y junio de 1938 sean los más decisivos para la consecución de los objetivos falangistas. Confiados todavía en el respaldo de Serrano frente a la tosquedad cuartelera de Franco, el grupo legitimista pone en marcha los trámites para promulgar una Carta o Fuero del Trabajo. Fernández Cuesta nombra para ello una comisión formada por Joaquín Garrigues, Javier Conde y Dionisio Ridruejo que plantea de forma revolucionaria la propiedad sindical, la nacionalización del crédito y la proscripción del contractualismo laboral y del salario. Es un órdago económico en toda regla que pone a Serrano entre la espada y la pared. Porque está claro que éste no puede permitir que un proyecto así se presente siquiera ante el Consejo Nacional; sería como darle el plácet. Pero a la vez no quiere perder el apoyo de los falangistas legitimistas. La solución, nuevamente maquiavélica, es designar una segunda comisión, ésta de carácter claramente reaccionaria y encabezada por Pedro González Bueno, conocido serranista y ministro por entonces de Organización Sindical. Y el resultado, una ponencia mixta, notablemente más “blanda” que la original, que es aprobada por el Consejo Nacional el 9 de marzo de 1938. Se trata de un texto que incide especialmente en uno de los objetivos económicos de los falangistas, el relacionismo laboral; es decir, en la negación de la idea liberal del trabajo como mercancía contratable; pero que al mismo tiempo carece de mecanismos que hagan inevitable su aplicación. En consecuencia, Serrano ha parado el golpe revolucionario. Lo que no logra es evitar la ruptura con Fernández Cuesta y Pilar Primo, que abren por fin los ojos a la verdadera realidad: Serrano no es un aliado. A partir de ahora, serranistas y legitimistas entrarán en una estéril dinámica de confrontación que no acabará hasta 1956. Franco, entre tanto, feliz. Legitimistas y serranistas se acusan mutuamente de la falsificación del ideario falangista, y él queda fuera, como árbitro de la confrontación. La jugada es maestra, más propia de un tahúr del Mississipi que de un tosco militar africanista.
En abril de 1938, los legitimistas lanzan una campaña generalizada de los medios de comunicación específicamente azules contra los excesos represores de la justicia franquista durante la guerra. El 19 de ese mes, aniversario de la Unificación, el general Yagüe, leal a los legitimistas, pronuncia un valiente discurso al respecto que le vale la suspensión inmediata de todo mando militar de forma temporal. Sólo dos meses después, en junio, Fernández Cuesta y su grupo reclaman a Franco el relevo al frente de la cartera de Orden Público del sanguinario Martínez Anido. Obviamente, no se les hace caso, pero Franco y Serrano toman nota de que la Falange histórica se reorganiza.
En ese mismo mes de junio, la Secretaría General de FET -es decir: Fernández Cuesta y los suyos- plantea la necesidad de elaborar un anteproyecto de reforma del Partido que reduzca las capacidades de Franco y aumente las de la Secretaría General. Serrano ve la jugada y, finteando con habilidad, consigue que el Consejo Nacional le encargue a él, y no a Fernández Cuesta, la constitución de dicha comisión, que acaba formada finalmente por tres personas: un neofalangista declaradamente serranista (Pedro Gamero), un carlista (Juan José Pradera) y un veterofalangista (Dionisio Ridruejo). Está claro que lo que pretende Serrano es repetir lo ocurrido tres meses antes con la ponencia del Fuero del Trabajo. Pero debe esmerarse, porque esta vez la jugada tiene mayor alcance: apunta directamente a la autoridad de Franco. De hecho, en el seno de la comisión, un Ridruejo todavía fiel a la Secretaría General fuerza una propuesta democratizadora muy radical, inaceptable para Gamero y Pradera, que se retiran con cajas destempladas dejando sólo al falangista. Pero éste no se arredra. Sabiéndose apoyado por el sector legitimista en pleno, presenta su proyecto en solitario ante el Consejo Nacional. Y Franco reacciona a su estilo. De entrada, rechaza la totalidad del proyecto; pero es que, además, se pone a buscar culpables. Y tiemblan los aledaños del sector legitimista, que se ven ante un nuevo “caso Hedilla”. Ridruejo, hábilmente, rehúye acogerse a la protección de Pilar Primo de Rivera, bastante endeble en ese momento, y corre a refugiarse en el propio Serrano Suñer, que lo recibe con los brazos abiertos. Las iras y represalias de Franco, que confía aún ciegamente en su cuñado, se desvían entonces hacia los dos compañeros de Ridruejo en la Junta Política, Agustín Aznar y González Vélez, a los que acusa inopinadamente de conspiración (en realidad de ser los verdaderos cocineros del texto defendido por Ridruejo) y los condena a cinco años y medio de trabajos forzados. El segundo morirá en el destierro en cumplimiento de la condena; Aznar será finalmente indultado.
Cuarto asalto, julio de 1938-agosto de 1939: Serrano se reagrupa y construye “su” Falange
No cabe duda de que la Falange legitimista ha recibido en ese cuarto asalto una nueva derrota en toda regla. En consecuencia, cunde el desánimo. Ya no habrá más movimientos estratégicos hasta el final de la contienda, y Serrano aprovecha la tregua que Serrano para componer sus filas. Con la ayuda impagable de Ridruejo, de Martínez de Bedoya y de Sanz-Bachiller, comienza a atraerse a los falangistas menos conformes con la fracasada estrategia de los legitimistas, como José Luna y José Antonio Maravall. Su plan consiste en convertirse en el centro ideológico de la nueva Falange, arrebatandoles la bandera a sus adversarios. Logra arrastrar también al proyecto a algunos de aquellos viejos jonsistas que, recelosos hacia José Antonio Primo de Rivera, no habían querido unirse a la Falange original en 1934, como Souto Vilas, Jesús Ercilla y Montero Díaz.
Con esos mimbres, que se unen al ya citado grupo serranista de falangistas de nuevo cuño (Tovar, Laín Entralgo, Torrente Ballester, Giménez Arnau), Serrano organiza un potente grupo intelectual promotor de un nacionalsindicalismo teñido de totalitarismo pero notablemente gaseoso en lo social. A su abrigo, todos los planteamientos revolucionarios del falangismo original van siendo pospuestos o simplemente descartados. El mismo Fuero del Trabajo, principal arma de las posiciones antiliberales, se convierte en la práctica en “papel mojado”. Sus postulados no acaban de verse reflejados en una legislación concreta, con lo que su vigor revolucionario -ya escaso de por sí- acaba finalmente en nada. Los legitimistas, entre tanto, se conforman con sobrevivir, que no es poco. El susto de junio de 1938 ha sido vacuna para largo tiempo. Miedo y tiempo que Franco utiliza para consolidar su régimen, y Serrano su posición.
En diciembre de 1938, Serrano da un nuevo golpe a las aspiraciones legitimistas: muere Martínez Anido, ministro de Orden Público, y su cartera es subsumida en Gobernación. Cuando acaba la guerra, en abril de 1939, todas las opciones reales que hubiera podido tener la Falange legitimista de hacerse con el control real del régimen han desaparecido. Franco, jugando con las medias verdades, ha asegurado la autoridad falangista de su poder. El 31 de julio de 1939, se promulga además un Decreto aprobatorio de los nuevos estatutos de la FET, en los que Serrano no tiene reparo en crear una espuria “Presidencia de la Junta Política”, de la que espera ser titular y a la que concede notables atribuciones. Fernández Cuesta, descontento, presenta entonces la dimisión como Secretario General de FET. Pero se trata de un error táctico, pues el vacío de poder en el Partido no sólo no acarrea crisis política alguna, sino que refuerza la posición de Serrano y de Franco. La triste realidad es que al sector legitimista no le queda ya demasiada pólvora que quemar.
Quinto asalto, agosto de 1939-mayo de 1941: La segunda batalla contra Serrano
Ya sin Fernández-Cuesta, el 9 de agosto de 1939 Franco forma su segundo Gobierno, el primero de la paz. La FET pasa a manos del general Muñoz Grandes, un general franquista sin más filiación que la lealtad al dictador, pero al que se hace aparecer ante el pueblo como filofalangista. Su vicesecretario general y mano derecha, Pedro Gamero del Castillo, es un serranista confeso, un reaccionario procedente de los Estudiantes Católicos de preguerra. De este modo Serrano, con la cartera de Gobernación y el Partido en la palma de la mano, y presidente ahora, además, de la Junta Política con atribuciones extraordinarias, se instala ya como único y verdadero amo de la Falange oficial.
Parece claro que al tándem Franco/Serrano ya no le asusta la fuerza política del sector legitimista. Sabe, no obstante, que está a punto de estallar una guerra europea en la que llevarán la voz cantante con toda seguridad el régimen fascista italiano y el nacional-socialista alemán, así que no se duerme en los laureles y juega a contentar a la Falange histórica. Lo hace, en todo caso, con actitud cicatera, pues no se trata de devolverle capacidades previamente arrebatadas. De hecho, la compensación se reduce a dos acciones de escaso calado político: la entrega de la Jefatura Provincial de Madrid a Miguel Primo de Rivera y la concesión de sos ministerios a Sánchez Mazas y Yagüe, el primero de ellos, además, sin cartera; es decir, puramente honorífico. Sánchez Mazas y Yagüe son, desde luego, dos falangistas históricos cercanos al anterior secretario general de la FET, aunque también más dóciles a Franco, si cabe. No tienen reparo tampoco Franco y Serrano en negar a Martínez de Bedoya una cartera ministerial que se le había prometido. Como consecuencia, Bedoya dimite de sus cargos y rompe totalmente con Serrano, un hecho que disgusta profundamente al cuñado del caudillo y que recibe su correspondiente represalia: en enero de 1940, la esposa de Bedoya, Mercedes Sanz-Bachiller, es acusada de malversar los fondos del Auxilio Social y obligada a dimitir.
Las concesiones a los legitimistas no son, sin embargo, nada más que fuegos de artificio. Ese mismo mes de agosto de 1939, Franco anuncia la creación de un Frente de Juventudes en sustitución de la vieja Organización Juvenil, que había estado hasta entonces en manos de Sancho Dávila. Es una forma de arrebatar a los legitimistas una de las pocas bazas de fuerza real que les quedaban.
Y estalla la contienda mundial, con todas sus hipotecas y dependencias. Los legitimistas, sabedores de lo que esto podría significarles, organizan para octubre una magna concentración de cerca de cuarenta mil almas en Madrid. Poco después, a principios de 1940, presentan a Serrano un ultimatum revolucionario para instaurar el nacionalsindicalismo sin más trucos ni demoras. Pero el cuñado de Franco, que conoce bien a sus interlocutores, que sabe de sus limitaciones y sus miedos, se limita a dar la callada por respuesta. No sólo eso: el Régimen se desmarca de toda ensoñación revolucionaria. En febrero de 1940, promulga una Ley que restituye a sus antiguos propietarios todas las fincas expropiadas por el republicano Instituto de Reforma Agraria, algo que Fernández Cuesta se había resistido a hacer durante su etapa como ministro de Agricultura. El clan de veterofalangistas comprueba hasta qué punto el futuro se le escapa de las manos. Sin embargo, no rechista. Toda su esperanza la deposita ahora en manos del legitimista Gerardo Salvador Merino, el delegado nacional de Sindicatos, que está llevando a cabo una importante labor social y organizativa con el respaldo -por el momento- de Muñoz Grandes, que le deja hacer condescendientemente. El problema surge en enero de 1940, cuando Merino promulga la Ley de Unidad Sindical, que pone en su contra a toda la enemiga reaccionaria del régimen. Y en marzo, Muñoz Grandes se ve forzado a dimitir, con lo que Merino pasa a depender directamente del serranista Gamero. En pocos meses será el propio Merino quien dimitirá, bajo la acusación -al parecer cierta- de haber pertenecido a la masonería. Hasta mediados de 1941, no volverá a producirse movimiento alguno en el entorno legitimista.
Desde finales de 1939 se consolidan, en todo caso, otros movimientos falangistas de carácter estratégico muy diferente. Aparecen, por ejemplo, diversos grupos clandestinos de falangistas descontentos con la actitud de sus jerarquías ante el conservadurismo del régimen. Hablaremos aquí sólo de dos de ellos:
El primero no pasa de ser en ningún momento un mero embrión, pero es interesante por la calidad de sus componentes. Se trata de la constitución de una “Falange Auténtica”, aunque la aventura termina pronto, con la detención de sus dos principales promotores: Narciso Perales y Eduardo Ezquer. El primero, tras ser puesto en libertad, acabará cayendo en las redes del serranismo. El segundo iniciará a su vez, en solitario, una dramática carrera de atentados terroristas contra torretas de alta tensión que le acabará llevando otra vez a la cárcel.
El segundo proyecto tiene mayor calado. Su principal promotor es Patricio González de Canales, recién salido de prisión. A su alrededor se reúne la llamada “Junta Política Clandestina”, formada, además de por el propio Canales, por el coronel Rodríguez Tarduchy, Pérez de Cabo, Luis de Caralt y otros tres o cuatro históricos. Su principal objetivo ideal es reconstruir la Falange original, pero su actividad se reduce realmente a preparar un golpe de Estado. Para ello, tantean hasta abril de 1940 al general Yagüe, y también a Girón, que por entonces capitanea a la Organización de Excombatientes, pero no encuentran respuesta positiva en ningún caso.
En octubre de 1940, Serrano Suñer sustituye en el Ministerio de Exteriores al aliadófilo Beigbeder. Reúne así el cuñado de Franco en su persona dos carteras ministeriales, a las que suma la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda y el control que ejerce sobre el Partido de forma directa a través de Gamero. Su poder es, por tanto, inmenso. Controla la ideología del régimen, la política exterior española y el orden público, que cede interinamente a Lorente Sanz, otro de sus hombres de confianza. Frente a él, los falangistas legitimistas no poseen más que migajas inconsistentes del pastel político y carecen de medios de fuerza que les permitan enfrentarse al serranismo usurpador. La estrategia posibilista de éstos, desde luego, ha fracasado. Es la hora, acaso, de los grupos clandestinos, que desde noviembre de 1940 vuelven a moverse. Uno de ellos -recordemos- es la “Junta Política Clandestina” de Canales, cuyos componentes, sin posibilidad de aunar más voluntades que las propias, se deciden a proyectar en esos días un atentado contra Serrano Suñer. Se fija incluso una fecha, el 11 de enero de 1941. Los rumores sin embargo, terminan por llegar a oídos de los servicios de seguridad del Estado, y Canales y los suyos son detenidos, aunque posteriormente liberados por falta de pruebas. Una reunión posterior de los conspiradores disuelve la organización, no sin antes plantear -y desechar de inmediato- la posibilidad de atentar contra el propio Franco. A excepción de un Eduardo Ezquer cada vez más enloquecido, no habrá ya más falangismo clandestino, al menos hasta la década de los cincuenta.
Lo que sí que hay es una guerra europea en marcha, y sus compases modifican al albur los de la propia sinfonía española. Se habla de planes de Inglaterra para ocupar Tánger o desembarcar en Portugal. Se habla también de planes alemanes para impedirlo (“Operación Isabella”), pero Hitler sabe que ello implicaría la necsidad de ocupar militarmente la Península Ibérica, un esfuerzo demasiado grande en vísperas de entrar en Rusia. Mejor contar con el beneplácito del régimen español. Pero éste no se produce. Más aún: en abril de 1941, Franco firma un tratado comercial muy ventajoso con el gobierno británico. Los servicios de Inteligencia de Hitler culpan de ello a Serrano, y creen ver en el estamento militar español una creciente desafección hacia el poderoso ministro de Exteriores y Gobernación.
Con ánimo de tranquilizar a Hitler, Franco mueve ficha y destituye al serranista Lorente de la cartera de Gobernación. Es el momento que la facción legitimista esperaba para hacerse con el preciado Ministerio. Sin embargo, Franco prefiere para el cargo a un militar declaradamente antifalangista, el coronel Galarza. Y, por primera vez, desde hace años, los dos sectores falangistas confluyen en la misma crítica. El grupo legitimista lo hace a su estilo, poniendo sobre la mesa de Franco una serie de dimisiones que encabezan Miguel Primo de Rivera, hermano del fundador falangista, y José Luis Arrese. Los serranistas lo hacen publicando en la prensa falangista un duro artículo contra Galarza.
El dictador comprende entonces que su cuñado, más que una ayuda, ha pasado a ser un problema. De entrada, ya no le sirve para controlar y manipular a los falangistas, cada vez más díscolos y protestones. No es, pues, la persona que necesita. En un golpe de efecto, cesa a Ridruejo y Tovar de sus cargos en Prensa y Propaganda, lo que deja a Serrano sin el segundo de sus peones. En mayo de 1941 remodela además el gabinete, introduciendo en él a varios legitimistas: Arrese como Secretario General de la FET, a Girón como ministro de Trabajo y al propio Miguel Primo de Rivera en Agricultura.
El momento elegido, desde luego, es crítico, porque sólo un mes después, en junio, Alemania pone en marcha la “Operación Barbarroja” y entra en Rusia. Para Franco, es la gran oportunidad de aceptar por fin un cierto compromiso bélico que, sin ser una entrega total, tranquilice a Hitler y evite la temida invasión de la Península Ibérica. Para Serrano, es la ocasión de recuperar el prestigio entre los falangistas de base, que piden la entrada de España en la guerra contra Rusia, y relanzar su menoscabada carrera dentro del régimen. Para los falangistas legitimistas, la posibilidad de dar un golpe de efecto y posicionarse en el liderazgo falangista aprovechando la pérdida de poder de Serrano. A todos, en fin, se aparece la campaña alemana de Rusia como una beneficiosa necesidad. De ahí la escalada retórica germanófila de esos días.
El 24 de junio de 1941, la Falange legitimista toma la iniciativa y organiza una importante manifestación que se presenta ante la Secretaría General de la FET cuyo titular es Arrese. No es éste, sin embargo, quien se dirige a la multitud, sino Serrano, que atento a la jugada no ha querido quedar descolocado y ha acudido con urgencia al edificio de la calle Alcalá. Una vez allí, se adelanta al propio secretario general y pronuncia la famosa frase “¡Rusia es culpable!”, que inaugura la aventura de la popularmente conocida como División Azul
También la recluta de voluntarios es asumida, en un primer momento, por la FET, que abre banderines de enganche desde el 26 de junio. Pero también aquí la Falange legitimista ve cómo se le roba el ansiado protagonismo: al día siguiente, es el propio Gobierno el que por Decreto se hace cargo oficialmente de esa responsabilidad. Es una verdadera carrera contra el tiempo en la que nadie quiere quedar descolocado. Por lo mismo, y a toque de cornetín, los mandos de una y otra facción falangista se ofrecen como voluntarios. Aznar es el más señalado entre los legitimistas; Ridruejo, entre los serranistas.
Pero la aventura no será tal. En la campaña rusa no sólo no hay victorias sonadas que apuntarse; es que las derrotas se suceden. Y crece el descontento entre la base falangista. Súmese a todo ello el que Franco está empezando a virar políticamente hacia posiciones anglófilas y monárquicas que los legitimistas no saben o no pueden contrarrestar, y que en agosto de 1942 el general aliadófilo Esteban-Infantes se hace cargo de la División Azul con la misión expresa de finiquitarla y repatriarla, y ya tenemos fijada la estructura del drama. Los serranistas culpan a los legitimistas por su inacción, pero sobre todo a Franco y al grupo de militares que le asesoran directamente, en especial al tradicionalista Varela. El 7 de julio de 1942, un desencantado Ridruejo escribe temerariamente a Franco a su regreso del frente ruso: “Mi general (…), cuando llegué a España tras una ausencia larga e ilusionada, tuve, en mi choque con la realidad, una impresión penosa”. Franco se molesta, pero otra vez el paraguas de Serrano protege al poeta falangista. Un paraguas, por cierto, al que le queda poca lona.
El punto que hace estallar la crisis es la decisiva batalla de Stalingrado, que empieza en agosto y marca el principio del fin del poderío miltar alemán. Ese mismo mes de agosto, durante una celebración tradicionalista en el Santuario de Begoña, en Bilbao, un grupo de falangistas serranistas repatriados de la División Azul lanza una bomba que causa un centenar de heridos. Juan José Domínguez, histórico de la Falange de preguerra y conspicuo serranista, es detenido, juzgado y posteriormente fusilado. Con él, obviamente, cae también Serrano, a quien Franco destituye fulminantemente de la cartera de Exteriores en septiembre de 1942. Inopinadamente, el campo queda libre para los legitimistas.
Sexto asalto, septiembre de 1942-julio de 1945: Victoria y fiasco de la Falange legitimista
Desde el último trimestre de 1942, la facción legitimista, encabezada por Arrese, se lanza a una ardua tarea institucionalizadora. Su idea es consolidar un régimen verdaderamente orgánico que sirva como base a la ansiada revolución social. Ésta la están llevando a cabo Girón desde el Ministerio de Trabajo y Pilar Primo de Rivera desde la Sección Femenina. Al primero debe España en esos años el Seguro Obligatorio de Enfermedad y una dura legislación contra el despido libre. A la segunda, las cátedras ambulantes para la formación de la mujer rural. Se trata, en todo caso, de meros parches sociales, útiles tan sólo para tapar las vergüenzas de un régimen que no es nacionalsindicalista -ni lo ha sido nunca- sino puro capitalismo protegido según el modelo bismarckiano.
La misma tarea institucionalizadora de Arrese choca con la dura realidad. En marzo de 1943 se forman las primeras Cortes franquistas, dentro del programa institucionalizador del secretario general de FET. No son, sin embargo, verdadero cauce de representación democrática de las Corporaciones, primero porque éstas tampoco lo son en origen, pero sobre todo porque son designadas directamente por el dictador. El dedo de Franco las hace nacer además empapadas de monárquicos y reaccionarios antes que de verdaderos falangistas. Tan es así, que a mediados de ese año todo el mundo sospecha que el programa revolucionario de los legitimistas es un fiasco. Se acerca, además, el más que previsible fin de la contienda mundial, y Franco toma nota: acaso ya no le sean tan útiles los falangistas; acaso empiezan ya a ser un lastre político para el régimen. De hecho, falangistas y carlistas, las dos fuerzas que supuestamente habían constituido el régimen, se encuentran en este momento bastante desprestigiadas. Su lugar -con su camisa azul y su boina roja- lo ocuparán a partir de ahora otras dos, enfrentadas a su vez entre sí:
Uno, el grupo de monárquicos tradicionales, ideológicamente afines a Maeztu y la revista de preguerra Razón Española, y cercanos ahora a una fuerza religiosa emergente, el Opus Dei, que obtiene autorización para instalarse en España desde 1941. Se trata de monárquicos “juanistas” (partidarios de Juan de Borbón), que de tiempo atrás vienen queriendo hacerse con parcelas de poder. Sabemos, por ejemplo, de la cercanía que a la obra de Escrivá de Balaguer tiene José Ibáñez Martín, un antiguo diputado de la CEDA y titular del Ministerio de Educación desde agosto de 1939. A su abrigo se crea, en 1940, el Centro Superior de Investigaciones Científicas, verdadero centro neurálgico de esta nueva tendencia política. Su ideario está fuertemente marcado por el tradicionalismo filosófico.
El otro es el grupo de antiguos propagandistas católicos, adscritos ideológicamente a diario de preguerra El Debate, cuyo fundador, Ángel Herrera Oria, regresa a España -ya como sacerdote- en 1943. No son específicamente monárquicos, sino más bien posibilistas de la política desde una postura mixta entre lo reaccionario y lo social. Su ideario plantea la posibilidad de abrir el régimen a cierta liberalización cultural.
En julio de 1945 Franco remodela su gobierno, destituye a Arrese y da entrada al “propagandismo católico” de Herrera Oria en la persona de Alberto Martín-Artajo, que se hace cargo de la cartera de Exteriores. Ibáñez Martín, entre tanto, repite en Educación, y con él, el Opus Dei. De los falangistas, todavía seguirá en activo como ministro de Trabajo la imponente figura de Girón. Es verdad que regresa al Gobierno el falangista Fernández Cuesta, que se ocupa de Justicia y de la Secretaría General de FET, pero está claro que la gran ocasión histórica de los legitimistas se ha perdido. Girón, por ejemplo, se ha apartado casi totalmente de ellos y hace la guerra por su cuenta con una lealtad personal inquebrantable al dictador. Y Fernández Cuesta, casi cincuentón, vuelve de sus embajadas muy desprestigiado y con un aire notablememente acomodaticio y blando. Podemos decir que Arrese se lleva del gobierno lo poco de combativo que pudiera quedarle al legitimismo falangista.
Séptimo asalto, julio de 1945-julio de 1951: Constatación del fiasco revolucionario y contestación de las jóvenes generaciones falangistas a sus mayores
De 1945 a 1951, poco hay que decir de la actividad política de los falangistas legitimistas, sino que duermen la siesta. Los años no han pasado en balde, y con ellos los ardores revolucionarios juveniles. Desde el propio Ministerio de Trabajo se promulgan leyes que dan por sentado que la relación de trabajo ha de ser contractual. Queda así definitivamente anulada en España cualquier posibilidad de instalar un relacionismo laboral. En este sentido, la política económica de los legitimistas acaba siendo tan reaccionaria como la serranista, pero con doble culpa. En el proceso de la revolución nacionalsindicalista, Serrano había sido un falangista espurio, culpable, desde luego, de usurpación, pero no se le puede achacar que no cumpliese un ideario en el que no creía. Los falangistas legitimistas, en cambio, son claramente culpables de desidia.
El mismo régimen se consolida en esos años en medio del desinterés internacional, lo que permite a Franco controlar sin problemas a todas las “familias” o sectores ideológicos que apoyaron el Alzamiento. Azuzado por el creciente poderío de la facción “opusdeísta”, el 31 de marzo de 1947 publica la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, donde anuncia que España se constituye como reino. Se reserva, en todo caso, la administración vitalicia de dicho “reino”, lo que no acaba de gustar al pretendiente Juan de Borbón. Por supuesto, tampoco gusta a otras facciones del régimen. Por ejemplo, a los arresistas, que ven desvanecerse de un plumazo su soñada “república nacionalsindicalista”. El propio Arrese, en unas declaraciones de 1948 al periódico del SEU, Juventud, declara que “el falangista medio ha llegado a sospechar que se le utiliza sólo como jenízaro de la política”. Pero su queja no encuentra apoyo en Girón, que está cada vez más volcado hacia Franco, ni tampoco en Fernández Cuesta, de quien nadie espera ya nada. De nuevo, la desunión esterilizadora.
Mayor capacidad de crítica demuestran al respecto los “propagandistas”, que desde ese mismo año de 1947 (en que Herrera Oria alcanza la dignidad episcopal) publican la revista Alférez, verdadera plataforma de despegue de sus postulados. Forman su núcleo algunas figuras jóvenes que luego darán mucho juego, como Torcuato Fernández Miranda, el Padre José María de Llanos y José Fraga, hermano de Manuel Fraga Iribarne, aunque alrededor de ella se mueven también los antiguos serranistas (Laín, Tovar, Ridruejo), que esperan encontrar en la publicación un respaldo a sus postergadas ambiciones.
La oportunidad la encuentran en 1948. A finales de ese año, un joven formado en el Frente de Juventudes llamado Jaime Suárez se hace cargo de La Hora, la revista oficialista del SEU. Desde ahí, y aprovechando al mismo tiempo la dejadez proverbial de Fernández Cuesta y la ingenuidad de las juventudes falangistas, los serranistas y sus nuevos aliados políticos toman posiciones en uno de los núcleos más sensibles de la FET. Y lo hacen de nuevo espuriamente enfundados en la camisa azul. Las páginas de La Hora abanderarán, desde ese momento, la postura liberalizadora del sector “propagandista” -se abren, de hecho, a jóvenes artistas e intelectuales de izquierdas (Bardem, Berlanga, Miguel Sánchez-Mazas…)-, y tienen la virtud de entusiasmar a toda una segunda generación de falangistas, los nacidos a partir de 1922 y educados en el seno del Frente de Juventudes franquista. Lo cierro es que nada puede resultar más atractivo para esas juventudes que no habían hecho la Guerra que abanderar la reconciliación de España bajo la bandera de la Falange. La presencia en las filas reformistas de Tovar, Laín y Ridruejo sirve además para certificar el autoengaño.
Precisamente el enfrentamiento directo entre las dos tendencias católicas -la opusdeísta y la de los propagandistas católicos tenidos de azul- lo protagoniza Laín Entralgo al publicar en 1949 su libro España como problema, donde se acepta la tesis de que la guerra civil es el resultado de la colisión de las “dos Españas”. Carga así contra la línea de flotación del régimen: su pretensión de legitimidad histórica, implícita en la tesis oficial de la guerra civil como una lucha entre España y “la antiespaña”. Y como para dejar constancia de que la línea ideológica del franquismo no está en ese momento ya en los falangistas legitimistas sino en la facción opusdeísta, quien responde a Laín es el opusdeísta Rafael Calvo Serer, director por entonces de Arbor, la revista del CSIC. Y lo hace ese mismo año con un libro de título significativo: España sin problema, que recibe el Premio Nacional de Literatura.
Las posiciones han quedado claras, y Franco, siempre atento, hace con esos mimbres su enésimo cesto. En 1951, designa un nuevo gabinete ministerial en el que concede más cancha a las dos nuevas tendencias en conflicto: Rafael Cavestany, conocido simpatizante del Opus Dei, se ocupa a partir de ahora de Agricultura, y el propagandista Ruiz-Giménez, de Educación. Con el apoyo de este último, el nuevo sector azul que forman los antiguos serranistas, encuentra por fin un resquicio por donde colarse en el organigrama del régimen. Le siguen, hartos de la inacción de los viejos legitimistas, una marea de jóvenes falangistas nacidos bajo los banderines del Frente de Juventudes.
Octavo asalto, julio de 1951-noviembre de 1955: El señuelo democristiano-serranista
El nuevo ministerio de Educación se convierte en breve plazo en el disparadero de los viejos “serranistas”. Bajo ese amparo, Laín Entralgo y Tovar se hacen cargo respectivamente de los Rectorados de Madrid y Salamanca. Curiosamente, se trata de los dos falangistas menos sinceros de todos aquellos que habían acompañado a Serrano en su falsificación de 1937-1943. Ridruejo, que sí había sido verdadero falangista, queda sin embargo apartado de cualquier prebenda. Su presencia en el grupo será convenientemente utilizada, sin embargo, como certificado de credibilidad nacionalsindicalista. Con esos mimbres y el apoyo numeroso de las juventudes falangistas, se pone en marcha el ambicioso programa de liberalización cultural propuesto desde años antes en las páginas de La Hora.
El proyecto, sin embargo, es enormemente ingenuo, y choca con tres dificultades insalvables:
Por una parte, la infiltración en el proceso de jóvenes efectivamente educados en el franquismo, miembros “con carné” del SEU, pero ajenos o sólo vagamente leales a las inquietudes de los falangistas. Se trata en muchos casos de minorías previamente encuadradas en grupos de izquierda, a quienes les mueve, de hecho, la idea de acabar directamente y sin componendas con el Estado surgido tras la guerra civil. Su actuación aprovecha además además la propia plataforma oficial que el SEU les ofrece, y logra convencer y arrastrar -al menos en un primer momento- a una parte importante de la generación del Frente de Juventudes.
Por otra parte, la actitud poco propicia de los viejos legitimistas, que no tardan en constatar cómo la nueva tendencia apunta sus cañones también contra ellos. Por ejemplo, se les acusa constantemente de estar de año en año más conformes con todo y más apoltronados y se les exige la activación inmediata de la “revolución pendiente”.
Cuenta, además, la falta de unidad real de criterio en el grupo que protagoniza el proyecto: Ruiz Giménez es un propagandista democristiano, es decir, posibilista; Laín y Tovar están ya más cerca de la oposición directa al régimen que de cualquier posibilismo; y los jóvenes cachorros falangistas aspiran a abordar el régimen y desbordarlo con sus proclamas republicanas y anticapitalistas.
Pero cuenta, sobre todo, la propia inconsistencia estratégica de la propuesta, porque promete a las juventudes concesiones democráticas que el grupo promotor no está en disposición de conseguir sin la anuencia de Franco. No ha de extrañar que los procesos de contestación al régimen allí iniciados se conviertan en poco tiempo en verdaderas proclamas revolucionarias. ¿Vale la pena recordar aquí hasta qué punto el intento de Ruiz Giménez de introducir una autonomía universitaria en la “Asamblea de Universidades” de 1953 sólo logra provocar el caos en la Enseñanza Superior?
En todo caso, entre 1953 y 1955, la agitación y el descontento de los falangistas más jóvenes no deja de crecer, convenientemente alentado desde el SEU, es decir, desde el Ministerio de Educación. Para los promotores del proyecto, de lo que se trata es de forzar movilizaciones no traumáticas, pero sí lo bastante agrias como para hacer pensar en cambios en el régimen. Y en ese juego, la juventud falangista, aún numerosa, cumple un feo papel de peón. En enero de 1954, el SEU organiza una manifestación en protesta por la visita de la reina Isabel de Inglaterra a Gibraltar. Para ello, se suspenden oficialmente las clases, lo que no deja duda acerca del apoyo institucional al acto. Cerca de veinticinco mil estudiantes se concentran frente a la sede de Exteriores, donde escuchan una belicosa arenga del ministro titular, a la sazón el democristiano Martín Artajo. Desde allí, se dirigen hacia la Embajada británica, pero en el camino tropiezan con una durísima carga policial que deja bastantes heridos. Y aflora entonces la queja estudiantil: en las facultades de Derecho y de Ciencias Políticas de Madrid se lanzan gritos contra el Régimen y contra el SEU, al que se acusa con razón de haber incitado a la algarada para después abandonar a los estudiantes a su suerte. Desde luego, es el clan democristiano el que ha provocado la situación, pero el estudiante de a pie no distingue de sutilezas. Para él, el SEU es la Falange, y ésta la representan los viejos falangistas apoltronados, aunque tengan bien poco que ver en lo sucedido.
El momento en que la falta de unidad de criterio en el frente liberalizador queda bien a la vista ocurre poco después. En noviembre de 1955, y al amparo del rector Laín Entralgo, se celebra en Madrid un Congreso de Escritores jóvenes que reúne a un centenar de jóvenes abiertamente izquierdistas, entre ellos algunos que luego serían muy notables, como Tamames, Múgica, Sánchez Dragó o Semprún. Queda obviamente descolgada del proyecto la joven intelectualidad falangista formada en el Frente de Juventudes, que empieza a tomar conciencia de haber sido manipulada como fuerza de choque por los democristianos y los viejos serranistas. Los propios Laín y Tovar empiezan a desmarcarse de toda vinculación azul, y los jóvenes falangistas, que se habían dejado seducir hasta entonces por ese falso maquillaje, comprueban cómo empieza a aflorar la inicial connivencia de éstos con los núcleos de oposición izquierdista al Régimen.
Es el final de la última batalla, el último cartucho de los falangistas -en este caso de los más jóvenes- por hacerse con el régimen. Consumado el fracaso, algunos de ellos se lanzan a fundar mínimas organizaciones falangistas de carácter antifranquista. Otros, los más, se desmarcan de todo y de todos y se refugian en la vida profesional, completamente despolitizados. Un grupo no pequeño opta, en fin, por dar un paso atrás y reagruparse en el entorno arresista. Pero lo hace cargado ya de resabios críticos. Ya no les será posible a los viejos legitimistas mantener su dolce far niente de la última década.
Noveno asalto, noviembre de 1955-febrero de 1956: Los legitimistas y las juventudes se reagrupan
La última intentona de los falangistas -la protagonizada por los más jóvenes- ha quedado finalmente en nada. Más aún: se ha demostrado una maniobra espuria en la que los falangistas bienintencionados se han visto utilizados y desbordados por fuerzas superiores a ellos. Sirve, en todo caso, para afianzar el desengaño: Franco -dicen ya abiertamente- ha traicionado a la Falange. Quienes se reagrupan en torno a los viejos legitimistas arrastran, al menos, esa convicción, que no podrá ser ya soslayada por sus mayores. Ese mismo mes de noviembre de 1955 en que tiene lugar el Congreso de Jóvenes Escritores, Luis González Vicén, jefe de la Guardia de Franco, reclama en un discurso el retorno a los fundamentos anticapitalistas de la Falange primitiva. Pocos días después, durante los funerales oficiales por José Antonio que tienen lugar en El Escorial, las centurias del Frente de Juventudes y de la Guardia de Franco se niegan a ser revistados por el dictador: a una voz de mando, se giran y dan la espalda a éste como un solo hombre. La reacción de Franco es de completa tranquilidad, pero a su regreso a El Pardo firma la destitución de delegado nacional de Juventudes, a quien culpa de la situación.
Poco después, en enero, el Congreso de Escritores hace público un manifiesto pidiendo un Congreso Nacional de Estudiantes que acabe con el monopolio del SEU en la Universidad. Ruiz Giménez, con no poca picardía, se declara incompetente y pasa la pelota a la Secretaría General de FET, que opta por el silencio. Pero el silencio no detiene un proceso que viene con mucha fuerza. En febrero, y con el respaldo del propio rector Laín Entralgo, se pone en marcha un proceso electoral ilegal en la misma sede universitaria. Los falangistas consideran el hecho una traición al SEU y a su propio programa revolucionario, y actúan en consecuencia. A comienzos de febrero, durante las votaciones, un grupo de jóvenes pertenecientes a la Guardia de Franco interrumpe violentamente el proceso electoral y, en los enfrentamientos consiguientes, queda rota la lápida a los caídos falangistas instalada en la Universidad madrileña. La manifestación de desagravio convocada por los falangistas para el día siguiente es replicada entonces por los jóvenes izquierdistas, hay una nueva colisión callejera… y cae gravemente herido de un tiro en la cabeza uno de los falangistas.
Seguramente es lo que Franco necesita para justificar una medida de fuerza. Decreta el estado de excepción, procede a detener a los más significados miembros del Congreso de Escritores y cesa a Ruiz Giménez y a Fernández Cuesta. Pero, necesitado de reconducir a los falangistas, nombra al mismo tiempo como secretario general de FET a Arrese.
.Una cosa al menos ha quedado meridianamente clara: a estas alturas ya no puede decirse que estemos en un conflicto entre falangistas de distintas tendencias. Los viejos serranistas han mostrado su verdadero rostro. Habiendo sido en su momento de esplendor político el principal escudo de Franco ante las pretensiones falangistas, y habiendo capitaneado sin escrúpulo alguno la idea de una Falange totalitaria y fascistizante, los antiguos serranistas han logrado despojarse definitivamente de sus tintes azules, y dejar además a los verdaderos falangistas -al menos a los históricos adscritos al Régimen- en una incómoda posición política de perros guardianes del franquismo. Éstos, por su parte, no dudan en asumir una calificación que obviamente no les cuadra, en aras de recuperar cuotas de poder. Empieza el último asalto: el segundo “proyecto Arrese”.
Décimo asalto, febrero de 1956-febrero de 1957: El segundo “proyecto Arrese”
Está claro que lo que Franco pretende al nombrar a Arrese es que éste reconduzca la situación y devuelva a los falangistas al rebaño del régimen. Lo que ocurre es que Arrese y los suyos ya no son los mismos de antes. Para ellos, se trata de una ocasión indeclinable, acaso la última, de llevar a cabo su programa político.
La primera acción de Arrese consiste en consumar el tan ansiado proyecto de reforma de la propia FET: aquél que ya se había querido hacer infructuosamente en 1938 y que había costado la cárcel a Aznar y a González Vélez. Pero ya no son las mismas mas circunstancias, ni las capacidades, ni la calidad del compromiso de los falangistas que acompañan a Arrese. Los componentes de la comisión encargada de llevarlo a cabo no se ponen de acuerdo. González Vicén exige reformas radicales: revisión total de las Leyes Fundamentales, elaboración de un sistema político más participativo y democratización interna del Partido desde su base. Pero sus compañeros se niegan a aceptarlas. Lo que se presenta finalmente es un Anteproyecto de Ley Orgánica del Movimiento Nacional cuya propuesta más espectacular es la constitución de un Congreso Nacional del Movimiento como órgano representativo de la militancia del Partido. Está claro que el proyecto de Arrese ni siquiera logra concitar la unidad de los propios falangistas. Coincide, además, con una grave crisis económica: aumenta un 10% el déficit de la balanza de pagos respecto del habido el año anterior y crece la inflación hasta el 20%. Las subidas salariales del 27% y del 15% decretadas por Girón en marzo y en octubre no logran detener las quejas, que se dirigen -o se hacen dirigir- contra los falangistas.
En el Consejo Nacional de la Sección Femenina de noviembre de 1956, celebrado en Málaga, afirma Pilar Primo de Rivera con notable amargura: “Somos como Quijotes, luchando contra fantasmas de molino (...). Hemos intentado hacer una España más ágil, más limpia, más veraz, más bella, más justa... y la mediocridad nos va pudiendo; no conseguimos romper con las losas agobiantes de la vulgaridad y el estancamiento. No han querido o no han sabido entendernos la mayoría de los españoles apegados a sus rutinas o a sus rencores”. Parece la constatación absoluta de un fracaso.
Lo que la gente ignora es que los falangistas no son los verdaderos dueños del Estado. Lo expresa con meridiana claridad el propio Arrese en diciembre de 1956, ante el Consejo Nacional: por esas fechas sólo pueden considerarse como falangistas “2 de los 16 ministros; 1 de los 17 subsecretarios; 8 de los 102 directores generales; 18 de los 50 gobernadores civiles; 8 de los 50 alcaldes de capitales de provincia; 6 de los 50 presidentes de diputaciones provinciales; 65 de los 151 consejeros nacionales de FET y de las JONS; 137 de los 575 procuradores en Cortes; 133 de los 738 diputados provinciales; 766 de los 9.155 alcaldes; 3.226 de los 55.960 concejales municipales. Es decir, que la Falange primitiva ocupa aproximadamente el 5% de los puestos de mando y representación en España”. La gran mayoría de los cargos públicos están, pues, en manos de otras “familias” o “clanes políticos” del Régimen, sobre todo democristianos y monárquicos opusdeístas. Señalar a la Falange como único culpable de la inestabilidad política y económica del momento es, desde luego, bastante cómodo para todos los demás grupos que participan del Estado, pero es rigurosamente falso. Y sin embargo, la especie se consolida entre la población. “La Falange” (sic) ha fracasado.
Franco, desde luego, lo tiene claro: En enero de 1957, empieza a hablarse de renovación gubernamental. Se rumorea que van a desaparecer los ministros falangistas. El Frente de Juventudes organiza entonces una manifestación que es duramente reprimida por la policía y en la que son detenidos los jefes de los distritos de Madrid, que se ven obligados a pasar la noche en los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Poco después, en febrero, tiene lugar la esperada crisis ministerial en la que caen Girón y Arrese. Como dice el propio Girón en sus memorias, “el proyecto de Arrese fue como un castillo de fuegos artificiales que se abrasaría en pocos meses”. Y con él las últimas posibilidades políticas de los falangistas en el seno del régimen de Franco. Ya no habrá más. La presencia de falangistas en los organigramas franquistas será, a partir de 1957, escasísima y tan sólo a título personal. Y el intento de Utrera en 1974 sólo puede catalogarse como una revuelta “de salón” por la falta de una base social medianamente consistente.
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