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La turuta del Titanic

Sobre el adiestramiento en el arte de la vida, a propósito de la formación en falanges

Sobre el adiestramiento en el arte de la vida, a propósito de la formación en falanges  

Transcribo algo que me publicaron hace ya años en la revista de la Hermandad del Valle de los Caídos, que creo puede reaprovecharse, con ocasión de la película "Los Trescientos". Tened la bondad de releerlo y comentaremos.

El Pulpo

 

 

Frente a los combates ritualizados, juegos violentos, pero juegos al fin, que habían sido las guerras primitivas, parece que la principal aportación a las técnicas de combate de la civilización griega fue la idea de decisión militar, del acuerdo de llevar a cabo una incursión rápida y decisiva en un determinado momento. Semejante idea nace, según V. Hanson (The western way of war, Nueva York, 1989), de la percepción en la mentalidad de un modesto campesino de que sus tierras ancestrales deben mantenerse inviolables a toda costa, sin que nadie pueda hollarlas: unas tierras por las que todos los ciudadanos estaban dispuestos a luchar a la menor alarma, con el convencimiento de que la batalla campal era la manera más honorable y eficaz de responder a su ofensa a la soberanía, lanzándose de cabeza contra las lanzas del enemigo, para resolver el litigio rápidamente y con eficacia.

 

La formación que adoptaron para llevar a cabo su embestida frontal y arrolladora era la adecuada a su propósito: la falange. Integrada por masas compactas de guerreros, generalmente de ocho filas en fondo, que evolucionaban en combate hombro con hombro, a paso acompasado y, al menos desde el siglo VIII a.C., con pertrechos uniformes y pesados: coraza, casco de bronce, grebas, bajo la protección de un gran escudo redondo y convexo, de madera reforzada de hierro: el hoplon.

 

Colgado el escudo del hombro izquierdo mediante una correa de cuero, quedaba al hoplita libre la mano derecha para empuñar su pica: una aguda punta de hierro montada en el extremo de un mango de fresno macizo que, cuando percutía con toda la fuerza muscular del adversario, atravesaba cuanto encontrara, incluso las defensas metálicas.

 

Observó Tucídides que, a pesar de los esfuerzos de los capitanes, la falange tendía a desplazarse hacia la derecha, en un instinto automático de autoprotección, ya que sus componentes se inclinaban inconscientemente hacia ese lado, al arrimarse al amparo que dispensaba el escudo del compañero más inmediato.

 

No entraba en batalla la formación sin antes hacer las invocaciones divinas -las sphagia-, ni sin escuchar la arenga de los comandantes, que daba razón de la batalla por la que iban los combatientes a arriesgar sus vidas. Hecho esto, acometían profiriendo el peán: el aullido colectivo que Aristófanes transcribe como ¡eleleulo!, de lejano parentesco con otros alaridos guerreros, como nuestros aturuxu astur e irrintzi vascón. Se trataba de un nuevo estilo, atroz y revolucionario, de hacer la guerra, en el que primaba el valor colectivo de hombres iguales, en un choque de cuerpos y armas terrible y fatal.

 

Recordando un texto de Quinto Curcio (1.3, capítulo 2, versículo 16) enseñó Sánchez Mazas que la moral de combate de los hoplitas giraba en torno a los conceptos de rigor en las filas, prontitud y precisión en el movimiento, disciplina y austeridad:

 

Vir viro, armis arma concerta sunt: hombre con hombre, arma con arma, sin romper jamás las filas.

 

Quod imperatur omnes exaudiunt: obstitere, circumire, discurrire in cornu, puntare pugnam; non duces magis, quam milites callent. Todos los movimientos son logrados con celeridad y precisión a una voz de mando: revolverse, envolver, mudar la batalla, evolucionar desde el centro hacia las alas.

 

Et ne auri argentique studio teneri putes adhuc illa disciplina paupertate magistra stetit. En la pobreza y en la austeridad se sostiene su disciplina de hierro.

 

Cuando aquella disciplina quebraba, la formación se venía abajo inexorablemente y la derrota estaba asegurada. Eso fue lo que sucedió con las falanges que servían a los persas en Arbela, que resultaron clamorosamente vencidas por Alejandro. Lo mismo que les pasó a los macedonios en Pidna: en esta ocasión, los romanos supieron introducirse en las filas de la falange, consiguiendo que se separaran sus integrantes en distintos grupos, para luego atacar a algunos de estos por los flancos, allí donde su armadura no podía dispensarles protección, acechando a otros por la retaguardia, con el resultado de una verdadera catástrofe, ya que, como recuerda Plutarco (Emilio Paulo XX, citado por el General J. F. C. Fuller en Batallas Decisivas), una vez quebrada su unidad, la falange pierde toda su fuerza y eficacia.

 

Observación parecida hace el profesor de Sandhurst John Keegan, en su muy recomendable Historia de la Guerra que recientemente ha editado Planeta: una vez rota la falange, el fracaso era inevitable; los enemigos, al encontrar espacio por el que penetrar, procuraban alancear y asestar tajos a los que habían vuelto la espalda, dándose el caso de que, quebrantadas sus cerradas filas, a los hoplitas no les quedaba otro recurso que despojarse de su escudo, de su lanza y de su armadura, para intentar escapar, lo que difícilmente lograban, por el peso de ésta y tras el cansancio de la batalla. Así, Tucídides señala que después de la derrota de la falange ateniense en la expedición a Sicilia, en el 414 a.C., quedaron atrás más armas que cadáveres.

 

En otras ocasiones, la derrota venía de haber depositado la confianza en animales que no la merecían: esto es lo que sucedió a las falanges de Antíoco V Eupátor, que, según cuentan las Sagradas Escrituras, dispuso la batalla de modo que las bestias estaban repartidas entre las falanges; mil hombres con cota de malla y casco de bronce en la cabeza, se alineaban al lado de cada elefante (1Mac 6,35), aseguradas también las filas por la caballería, que el rey colocó a uno y otro lado, en los flancos del ejército, con la misión de hostigar al enemigo y proteger a las falanges (1Mac 6,38). En este caso fue el heroísmo de Judas Macabeo, que no tuvo miedo de la apariencia colosal de los elefantes, quien dio al traste con la formación, al correr audazmente hacia la bestia, metiéndose entre la falange, matando a derecha e izquierda y haciendo que los enemigos se apartaran de él a uno y otro lado (1Mac 6,45). En vez de confiar en sí misma, la falange se había apoyado en bestias de aspecto sólido pero realmente endeble, que al caer la arrastraron a la desgracia.

 

Tras la derrota de la falange, sólo los más valientes y disciplinados conseguían replegarse agrupados y en orden, como supo hacer Sócrates, tras la derrota de Delion en el año 424 a.C., ocasión en la que el filósofo-soldado se puso a la cabeza de unos cuantos guerreros e hizo evidente, incluso a notable distancia, que cualquiera que atacase a uno como él, encontraría notable resistencia, como Keegan cuenta.

 

Con todo, la formación en falange siguió siendo, en aquella época clásica, el  modelo no mejorado de organización para la guerra: para la guerra en la que se luchaba contra el enemigo de frente, peleando hasta caer. De esta formación tomaron modelo las primitivas legiones romanas y su resonancia, a lo que parece, llegó hasta los cuadros de los tercios españoles, que habrían recibido la doctrina del Arte Militar de Onoxandro, quizá en un ejemplar que todavía hoy conserva la biblioteca de El Escorial.

 

Tras haber combatido victoriosamente en formación cerrada, los romanos experimentaron el reto de un modelo de guerra al que ya no se ajustaba la táctica hoplita: fue durante las guerras con los galos, quienes combatían en un orden abierto muy móvil, cuando percibieron que el combate en falange les era desventajoso. Forzados entonces a disgregarla, agruparon a los combatientes en secciones mucho más reducidas: los manípulos -manojos, en romance-. Prescindieron también del pesado equipo hoplita, que dificultaba la maniobra, sustituyendo el hoplon por un ligero escudo alargado, desecharon las lanzas, para sustituirlas por el pilum, corta jabalina lanzadera a la que tras arrojarla, seguía la espada del legionario, buscando el cuerpo a cuerpo. Y elaboraron así una forma de combate, la de las legiones, que dominó al mundo.

 

Sin embargo, aunque imposibles en combate aquellas viejas formaciones, todavía hoy, como evocando un arrogante eco de su apogeo, todos los ejércitos del mundo siguen desfilando, al paso de la paz, en falange cerrada, en orgullo de un pasado que no podrá volver a ser, pero del que no cabe ninguna vergüenza.

 

Se veía el paciente Job reprendido por la temeridad de Elifaz Temanita cuando dejó sentado que la vida del hombre sobre la tierra es una perpetua milicia (Job 7,1).

 

Si milicia es la humana existencia, es pelear vivir. Y aprender de las artes de la milicia es adiestrarse en el arte de la vida.

 

Viene ello a cuento de la evolución histórica de la formación militar comentada y de las reflexiones que este acontecer suscite.

 

Disgregada la falange, hubo quien, como Sócrates, supo poner orden en la derrota. Desaparecida como formación guerrera, brotó el manípulo, manojo, puñado. Esparcido el haz, puede que los manojos, más maniobrables, aparentemente dispersos, pero portadores de la misma semilla, gocen de mejor estrella.

 

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