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La turuta del Titanic

Derechos culturales ¿Cohesión o ruptura? (II). J. M&ta.

 Transigencia y reciprocidad en las sociedades pluralistas de acogida. 
 

Probablemente, en contra de cualquier matiz, la respuesta sería: RUPTURA. ¿Por qué? Analícese. 

Pero antes, como elemento de diagnóstico en laboratorio, o quizás como exordio eficaz, no estaría de más traer algunos ejemplos históricos de integración de población emigrante en países de acogida, occidentales y pluralistas. Puede que no sean ejemplares, puede que tengan peculiaridades y no sean extrapolables, pero, al menos, muestran e ilustran que los procesos actuales de rígida asimilación o pertinaz segregación son menester de otra alternativa. 

Por un momento retrotráigase la memoria histórica a comienzos de los años 60 de siglo veinte. Hace ya casi 50 años que más de medio millón de españoles cruzaron la frontera para ser trabajadores inmigrantes en Alemania. La segunda generación de éstos está totalmente integrada en la sociedad y cultura alemana y, por supuesto, la que es ya tercera generación. Pero retrocedamos aún más en el tiempo, y situémonos en Ellis Island (Nueva York-EE UU), puerta de acceso para millones de inmigrantes europeos, que, desde finales del siglo XIX hasta mediados los años 20 del siglo pasado, arribaban a las costas orientales norteamericanas en busca de trabajo y estabilidad. Millones de familias que poco a poco, dentro de la sociedad norteamericana, se fueron fundiendo en el melting pot norteamericano descrito por Zangwill. 

Europa es una sociedad abierta, más aún, una sociedad de acogida. Es una sociedad abierta concebida en la raíz del PLURALISMO, entendido en este caso, no como forma de gobierno, sino como concepto que permite analizar y discriminar, tanto significados, como valores. El pluralismo supone in nuce: TOLERANCIA, un valor en sí mismo (sin muestra de indiferencia ni relativismo, como ya se expresó en el capítulo anterior); pero de su definición no se debe extraer que pluralismo signifique, ingenuamente, ser plurales, no, y por ende, no significa, que en la que se denomina “sociedad abierta” y tolerante, procreen “sociedades cerradas”. ¿Qué si no, son aquellas insistentes reivindicaciones de grupos amalgamados en torno a cualquier condición que ellos proclaman como identitaria? 

El fenómeno de la integración en Europa ha utilizado, y continúa haciéndolo, astuta y codiciosamente, las “políticas de reconocimiento” de las sociedades occidentales. Y, justamente, sobre este particular, ya advirtió Nathan Glazer, hacia 1975, a propósito de la affirmative action en EE UU: “… el reconocimiento específico de los grupos radicaliza su voluntad de existencia (de permanencia, de subsistencia) y funciona más como “creador” que como reconocedor de su identidad”. A comienzos de esta centuria, Giovanni Sartori, destacado politólogo europeo (Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2005) analiza el fenómeno de la inmigración en Europa y coincide totalmente en la aseveración de su homólogo norteamericano. 

Hay quien afirma –bastante cuestionable sin duda- que los fenómenos de mundialización han generado procesos de homogeneización con la deriva consecuente en una sensación  de amenaza de la identidad política –incluso de su débil autonomía cultural- de ciertos países, reivindicando, por tanto, el “derecho universal a la diferencia” y al primado de la “diversidad cultural”.1  

La inmigración que en los últimos 40 años acoge Europa, allende sus fronteras, trae arraigado hasta el tuétano, la reivindicación de esos derechos; trae consigo no sólo sus rasgos de raza diferente, sino también todas sus costumbres, ritos, usanzas y carga cultural de su país de origen, aprovechando sin ningún pudor, las políticas de reconocimiento, y de forma implacable no pierden ripio para enaltecer su etnia, su religión y sus costumbres (no confundir ésta con acervo cultural). ¿Qué se supone que aporta todo este conjunto de diferencias a la nueva comunidad social y política en la que ha venido a insertase (buscando realmente una vida mejor), una sociedad sustentada básicamente en los reconocidos Derechos Humanos, en la clave de la tolerancia y en la posibilidad, a veces utópica, de alcanzar un trabajo digno? Probablemente el “Yo” no puede ser plenamente sin el “Otro”, es casi imposible una sociedad unitaria y uniforme y, seguramente, como dijera D´Annunzio, la diversidad entre los hombres es sirena del mundo . Pero no por ello, se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que “…una mayor diversidad, radical y radicalizante, no es nunca un enriquecimiento, como tanto discurso papanatista quiere demostrar, sino más bien, una perversa y manifiesta superficialidad2

Se entiende que la comunidad política es un compartir, un toma y daca, y que, por supuesto hay siempre algo, invisible e inmaterial, que une en común. Si como todo parece apuntar, el concepto de unidad política basado en el Estado-nación está en crisis ¿En qué estructura, por tanto, se sustentarán los conceptos y valores que son capaces de aglutinar a una sociedad? Seguramente en la COMUNIDAD, analizando nuevamente el vínculo originario, el vínculo más natural y orgánico, más todo aquello que tiene fundamentación histórica y que, a la postre, llegó a configurar la sociedad abierta y pluralista que hoy conocemos. 

La sociedad abierta, en tanto que pluralista, admite que haya una diversidad cultural, de hecho hay países que son, de alguna manera, multiculturales: Suiza, Canadá. Pero otra cosa distinta es la ideología “multiculturalista” que se fundamenta, esencialmente, en reforzar la propia identidad para cerrarse así en las sub-comunidades cerradas que terminan convirtiéndose en guetos; iniciándose de esta manera el ciclo incivil (descrito en el capítulo anterior) dentro de la sociedad pluralista: Desobediencia, reivindicación, reconocimiento y discriminación positiva que acaba por minar los propios cimientos pre-políticos de las sociedades occidentales basados en la igualdad ante la ley. 

Los orígenes del multiculturalismo son básicamente marxistas: neomarxistas ingleses, que se forman en los colleges y donde se inician las primeras investigaciones de “estudios culturales”, sustentando la tesis de la hegemonía de unas culturas sobre otras. Así llega a EE UU manifestándose como un deseo reafirmar la autenticidad y reconocimiento que atraviesa hoy día la subjetividad moderna; derivando en lo que se constata diariamente como una falta de integración generalizada, y muy particularmente de la inmigración hispana. 

Aunque EE UU no es, ni de lejos, extraño a la recepción de inmigrantes ya que la propia nación americana se configura sobre sustratos de infinidad de emigraciones y de orígenes muy diversos. (Veáse el Museo de Ellis Island en Nueva York3 ) Según los patrones de asimilación e integración en los países de acogida hasta la tercera generación no se culmina el proceso. La primera mantiene la lengua de origen, aunque la presión del inglés, como instrumento imprescindible para el progreso social y económico, haría inviable -ya inexorable en la segunda generación-,  el mantenimiento de la lengua materna. Sin embargo, a lo anterior, la población hispana actual, opone ciertas peculiaridades, que de alguna manera se asemejan a las de los inmigrantes que llegan a Europa de otros países no europeos:  

  • Índice de natalidad muy superior a la población autóctona y
  • Contacto permanente con su país de origen (las minorías europeas rompían sus lazos con sus patrias originarias desde la primera generación).

 

De esta manera, la inmigración hispana no sólo no se integra en el país de acogida y dentro de la estructura sociopolítica de los EE UU, sino que además aprovecha las políticas de reconocimiento de derechos culturales para favorecer el crecimiento de grupos endógenos, marginados y dispuestos a reivindicar permanentes derechos sobre la defensa de su etnia, lengua y costumbres. 

Este ejemplo, ampliamente analizado desde hace algunos años, sirva como el reflejo más nítido de lo que también está sucediendo aquí, al otro lado del Atlántico. Sucede en Francia con los inmigrantes de origen magrebí, sucede en España con los inmigrantes de origen sudamericano y magrebí, sucede en Alemania con los inmigrantes turcos musulmanes. 

En definitiva, la tesis que sustenta el multiculturalismo y que argumenta la reclamación del inmigrante, es que éste se siente permanentemente frustrado porque no halla reconocimiento de su “diferencia”, de su “identidad”, debido al desconocimiento de sus rasgos del que acoge. Puede ser. Pero de ahí, a que el desconocimiento sea un atentado contra él o le inflinja un daño, media un abismo.El pluralismo, en principio está obligado a respetar la diversidad cultural con la que se encuentra, pero desde luego no está obligada a fabricarla ni mucho menos a reafirmarla. Y de esta suerte, mientras el multiculturalismo incida en el reconocimiento de la diferencia, éste separa y no une, y si además es reivindicativo resultará agresivo e intolerante. Es la negación del mismo pluralismo”.4  

Por fin, cabría aseverar que no hay, seguramente, otra fórmula inicial, una convención de partida, de la convivencia en la diversidad cultural (en Europa) que plantear seriamente una asunción de RECIPROCIDAD (corolario de la primera parte de este trabajo), en la que el beneficiado (el inmigrante) corresponda al benefactor (el que acoge), reconociéndolo como tal, reconociéndose, incluso, un principio de deuda. Si inicialmente esta postulado no se refrenda, y se la añade una buena dosis de multiculturalismo, generando endogamias de etnia, clase o religión y la consiguiente reivindicación de reconocimiento de su identidad; difícilmente se logrará una plausible y pacífica integración. Pero ésta será el leitmotiv del tercer, y último, capítulo sobre los “derechos culturales”. 
 
 
 

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